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Piden al narco surtir medicamentos en hospital de Mexicali

Lo ocurrido en Baja California no es sólo una protesta local ni un acto de desesperación espontáneo; es un síntoma de un problema estructural del sistema de salud, de la seguridad pública y de la confianza institucional
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En Mexicali, la urgencia por atención médica básica —medicamentos, insumos y lo imprescindible para salvar vidas— se ha convertido en reclamo público al gobierno morenista estatal y federal. La situación cobró una visibilidad inédita el lunes 22 de septiembre, cuando apareció una manta al costado del acceso de urgencias del Hospital General de Mexicali, dirigida a “El Ruso”, presunto líder criminal ligado al narcotráfico, con la petición explícita de surtir el nosocomio de medicinas e insumos indispensables.

El mensaje, pintado con aerosol, reproducía el hartazgo de pacientes y familiares ante la falta de guantes, sondas, gasas y demás materiales. No es una protesta aislada: desde hace meses, los que acuden al hospital han colgado cartulinas en las rejas exteriores denunciando la carencia de productos básicos en el servicio público de salud. Este tipo de acciones, si bien crudas, reflejan la desesperación de quienes sienten que han sido abandonados por las autoridades. Los lineamientos formales del gobierno para garantizar atención médica de calidad no se cumplen, al menos en este hospital.

El trasfondo político de esta protesta aparece cargado de complejidad. En primer lugar está el señalamiento de supuesto desvío de recursos y mal uso del erario público por parte del gobierno estatal. La población acusa que el dinero destinado al sector salud no se traduce en resultados visibles, ni siquiera en lo más elemental: los insumos médicos. En segundo lugar, la mención de “El Ruso” introduce una dimensión más oscura, de seguridad y de control territorial, un actor criminal exhibido como posible benefactor de servicios que el Estado no puede garantizar.

Esto genera implicaciones graves. Por un lado, socava la legitimidad del gobierno estatal ante la ciudadanía, alimentando el discurso de que las autoridades no están cumpliendo con su obligación mínima: proteger la salud de las personas. Por otro, refuerza la idea de que la seguridad y la gobernabilidad se han entrelazado con estructuras criminales, ya sea por omisión, incapacidad institucional o cooptación tácita. En ese punto, la presencia de “El Ruso” en la narrativa no es casual ni simbólica: es un reflejo palpable del vacío que, se siente, debe llenar alguien, aunque ese alguien sea parte del crimen organizado.

Otro factor político es el contraste entre la retórica oficial y la realidad cotidiana. Mientras el gobierno presume logros y siguen repitiendo que el abasto es real (o culpando a las farmacéuticas), los familiares de los enfermos enfrentan noches sin suministro de insulina, operaciones suspendidas, riesgos de infección por falta de higiene hospitalaria, etcétera. Esa brecha —entre lo que se anuncia y lo que se vive— erosiona la confianza ciudadana, incrementa la polarización y puede volverse combustible electoral. Aun más si la población empieza a pensar que solo una autoridad paralela (legal o ilegal) podría resolver sus problemas inmediatos.

Las autoridades sanitarias, la administración estatal y los organismos de vigilancia del gasto público tienen ante sí la oportunidad de una prueba de responsabilidad: intervenir de inmediato para surtir los insumos faltantes, transparentar los presupuestos del sector salud, y abrir mecanismos de rendición de cuentas que convenzan a la población de que hay voluntad política real, no solo asignaciones presupuestales en papel. Ignorar esos reclamos puede desencadenar un costo social creciente y una crisis de credibilidad.

En suma, lo que ocurrió con la manta en Mexicali no es sólo una protesta local ni un acto de desesperación espontáneo; es un síntoma de un problema estructural del sistema de salud, de la seguridad pública y de la confianza institucional. Si no se atiende con urgencia, corre el riesgo de volverse escena cotidiana, y de hacer que el tejido social se resienta aún más, en una entidad fronteriza donde las desigualdades sanitarias ya son profundamente visibles.

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